Describiremos a continuación, en términos generales, los libros pictográficos, las unidades iconográficas y la sintaxis que conforman el discurso náhuatl precolombino en imágenes antes de considerar la Peregrinación en su variante pictórica y compararla con versiones verbales que podrían haber nacido de ella.
1. Amoxtli: el libro
Apoyo material que encierra la memoria colectiva, el libro amoxtli o amatl, determina numerosos aspectos semiológicos de la escritura indígena. El carácter sacro o mágico del objeto, su relación con el texto contenido, su textura específica, su forma, su tamaño así como las modalidades de su manipulación en el acto de lectura, constituyen elementos “con-textuales” importantes para una percepción adecuada de los signos.
- La materialidad
Si la mirada es sin duda alguna el instrumento esencial de la percepción en la lectura de imágenes, el contacto con la materialidad que las contiene podría haber matizado dicha percepción y definido aspectos expresivos o “impresivos” de la lectura. En efecto el vínculo táctil de un lector con un libro hecho de musgo acuático (amoxtli),1 de papel amate (amatl), de fibra de maguey (ixtli) o de piel (ehuatl) puede haber orientado de manera distinta la lectura según la sensación. El texturema que constituye la unidad de percepción cognitiva del dato sensible, podría haberse integrado funcionalmente al sistema pictórico de lectura y determinado modalidades específicas de producción y de recepción de un texto. Además de estos aspectos sensibles de la estructuración del sentido, la materialidad del libro podía remitir a un contexto religioso en el cual el tenor acuático del amoxtli, el árbol de amate, el maguey, el venado, etc., establecerían distinciones que permeaban semiológicamente el relato aducido.
En cuanto a los colores, antes de que “se active” su función de discriminación semiológica, estos tienen una materialidad propia, táctil y visualmente aprehensible. Las distintas fases de su elaboración constituían una propedéudica ritual que consagraba tanto el objeto en sí como el contenido que surgiría de la aplicación culturalmente ordenada de los pigmentos. El origen animal, vegetal o mineral de los colores y su mezcla con el agua determinaban probablemente una sacralidad propia que permeaba los signos:
Al color con que se tiñe la grana llaman nocheztli, que quiere decir, sangre de tunas porque en cierto género de tunas se crían unos gusanos que llaman cochinillas, apegados a las hojas, y aquellos gusanos tienen una sangre muy colorada; ésta es la grana fina. [...] A la grana que ya está purificada y hecha en panecitos, llaman grana recia, o fina, véndenla en los tiánquez hecha en panes, para que la compren los pintores y tintoreros. [...] Al color azul fino llaman matlalli, quiere decir, azul; hácese de flores azules, color (que) es muy preciado y muy apacible de ver Hay un color que es amarillo claro, que llaman zacatlaxcalli, quiere decir, pan de hierba que se amasa de unas hierbas amarillas, que son muy delgadas; son como tortillas delgadas, y usan de ellas para teñir o pintar.2
El hecho de que una pintura determinada pudiera ser utilizada como medicina para ciertas enfermedades daba además probablemente un valor específico a dicha pintura en el contexto semiológico de la pictografía:
Las mezclas de colores trascendían también probablemente el ámbito técnico para adquirir un valor mágico:
Parte constitutiva de la materialidad de un libro, su forma determina también los espacios sobre los cuales se pintan los hechos y acontecimientos que constituyen el acervo cultural de la colectividad así como múltiples aspectos de la lectura. Define el desarrollo secuencial del texto, su orientación y sirve de marco referencial para los formemas que son al tamaño y la posición entre otros elementos pertinentes en términos semiológicos. El lienzo por ejemplo abre un espacio generalmente cuadrado y polidimensional donde se crean “tensiones” posicionales determinantes para la lectura. En el rollo, el contenido se enrolla y desenrolla linealmente, determinando un ritmo evolutivo / involutivo de lectura que puede incidir sobre la percepción de los contenidos.
La forma arquetípica del libro precolombino: el biombo, generalmente pintado por ambos lados permite una expansión exotérica del contenido y su repliegue esotérico. Determina además subdivisiones en láminas (amaxexeloliztli), que constituyen espacios específicos de composición pictórica. Dichas láminas cuadradas o rectangulares, yuxtapuestas, representan a la vez una unidad compositiva y un eslabón en la continuidad lineal de una secuencia. El códice que aquí presentamos tiene esta forma arquetípica.
Receptáculo material de una o varias partes constitutivas del gran tejido cultural de la colectividad indígena, el libro “pondera” la instancia de enunciación de su contenido mediante su presencia manifiesta. En efecto es muy probable que el tlapouhqui, “el lector de los destinos” o el tlamatini “el sabio” vincularan de manera “espectacular” el texto pictórico con el tejido de fibra vegetal o animal, y que ambos “textos” se compenetraran en el momento de la elocución. Un documento en náhuatl proporciona un indicio circunstancial sobre el uso del objeto al señalar que se daban vueltas a las páginas del libro en el momento en que se elevaba el canto.
El hecho de dar a ver y a oír la materialidad del libro cuando se enuncia su contenido arraiga el texto en la verdad radical de su fibra sensible. Verba volant, scripta manent dice un antiguo adagio latino que bien podría aplicarse a la pictografía precolombina: más allá de la imagen “escrita” o “inscrita”, es la materialidad sagrada del libro la que retroalimenta una palabra siempre evanescente y simboliza la veracidad permanente de la tradición.
Ahora bien, el carácter religioso o mágico del libro, o de alguno de sus componentes da a su contenido en ciertos contextos, un valor que trasciende el microcontexto semiológico de lo “escrito” y lo erige en un poderoso instrumento de dominación social o cosmológica. Este poder debe de haber afectado de alguna manera tanto la producción como la recepción del discurso pictórico.
Además de su materialidad y de su forma, los libros figurativos se distinguían también por el género expresivo que entrañaban. No se leía del mismo modo una matrícula de tributos que un libro adivinatorio, y la percepción misma de los signos podía variar según el género específico de cada libro. En una matrícula de tributos por ejemplo, prevalecía la pictografía referencial mientras que en el libro adivinatorio, los ideogramas y la interpretación metafórica de los signos constituían la parte medular del texto y de su lectura.
- El libro de los destinos: Tonalamatl
La duración históricamente aprehendida por los anales: xiuhamatl que consideraremos adelante era también objeto de una configuración calendárica con carácter adivinatorio. Un acontecimiento, cualquiera que fuera su índole, se situaba siempre en un momento y en un lugar determinado del ciclo espacio-temporal, y por tanto se veía atrapado en una red compleja de determinismos astrológicos. Veinte semanas de trece días conformaban dicho calendario donde se manifestaban influencias específicas en una verdadera maraña semiológica que los tlapouhque, sacerdotes “lectores” eran los únicos en poder desenredar.
- El libro de las veintenas: Cempoallamatl
La temporalidad festiva, dividida calendáricamente en diez y ocho períodos de veinte días (más cinco días baldíos), era “captada” en libros que representaban pictóricamente los ritos correspondientes a cada mes. Un mismo libro contenía a veces la “cuenta de los destinos” tonalpohualli y la cuenta de las fiestas anuales. Tal es el caso del libro conocido como Códice Borbónico el cual contiene en su primera parte el calendario divinatorio tonalamatl y en la segunda parte las 18 fiestas del año, incluyendo la fiesta del fuego nuevo. En medio del libro se encuentran los creadores míticos del cómputo calendárico y más generalmente de la escritura: Oxomoco y Cipactonal.
La dualidad que representa la pareja divina se confirma en la lámina siguiente que conforma, con la lámina 21, el centro del libro donde aparece Ehecatl-Quetzalcóatl y Tecuciztecatl, es decir el sol y la luna. Esto sugiere que el calendario divinatorio de 260 días tonamatl está vinculado con la luna mientras que la cuenta festiva de 360 días está bajo la égide del numen solar.
El tenor respectivamente selénico y solar de las partes del libro determinaría a su vez lecturas esotéricas y exotéricas de imágenes cuya semiología podía diferir sensiblemente. En efecto el valor semiológico de un elemento pictórico no es el mismo en cada modalidad de producción y de recepción del texto. Basta con observar la diferencia en la distribución de los espacios en cada parte para convencerse de ello.
Como en otras partes del mundo, los primeros momentos de la escritura estuvieron asociados con las cuentas y la estimación cuantitativa de artículos con valor comercial. De hecho, los conceptos de narración, lectura y el de contabilidad comparten en náhuatl el mismo significante: tlapohua. Tlapohua significa “contar” tanto en el sentido narrativo del vocablo como en su acepción contable, y “leer”. En las matrículas prevalece una mimesis pictográfica con una mediación simbólica mínima ya que una relación referencial clara debe de vincular el significante y el significado.
La mercancía que debe tributar una comunidad se representa miméticamente con el ideograma numérico que caracteriza la cantidad: los cabellos en forma de pluma remiten a centzontli: 400, la bandera pantli representa 20, la bolsa de incienso simboliza 8,000. En cuanto a la comunidad que provee la mercancía está figurada mediante un glifo toponímico con carácter pictográfico, ideográfico, fonético o híbrido.
Códice Mendoza, fol. 36r.
La temporalidad que atañe a los individuos y a su proliferación encuentra su expresión en la genealogía de los reyes y mas generalmente de los notables de una comunidad.
Códice Mexicanus, lámina 17.
Bartolomé de las Casas señala en su obra6 que existían libros donde se consignaban pictóricamente los rituales correspondientes al matrimonio y al nombre que se les ponía a los niños. Es probable que los usos y costumbres de una comunidad indígena fueran pintados en libros a la vez que la memoria los conservara y transmitiera de generación en generación. La tercera parte del Códice Mendoza es un ejemplo fehaciente de ello.
Códice Mendoza, fol. 61r.
A la vez que establece una red simbológica precisa, esta imagen del matrimonio remite a un discurso complementario que pertenece a la tradición oral.
- Temicamatl, “libro de los sueños”
Las fuentes refieren en varias ocasiones un libro de sueños, el Temicamatl que permitía al tlapouhqui practicar una forma de oniromancia. Ningún temicamatl se salvó de una destrucción natural o deliberada, a menos que algunos de los documentos pictóricos que se conservan hayan fungido como libro de sueños sin que lo sepamos.
- Xiuhamatl, “libro de años”: anales históricos
Los “libros de años” conservaban en un orden cronológico los hechos ocurridos en el pasado que se pintaban generalmente de cada lado de un eje temporal gráficamente orientado de izquierda a derecha, es decir del origen hacia el futuro. La enumeración de años definía la sucesión de acontecimientos que no se vinculaban entre ellos en términos diegéticos. Prevalecía la consecución temporal de dichos acontecimientos.
Los anales o xiuhamatl antes considerados refieren los acontecimientos de manera consecutiva en torno al eje cronológico estructurante que “atraviesa” la imagen, mas no consecuente ya que dichos acontecimientos no están relacionados entre ellos en términos de acción narrativa. Otros libros, sin embargo, sin dejar de integrar la temporalidad a sus esquemas actanciales, proyectan pictográficamente esquemas narrativos consecutivos y consecuentes. Describimos aquí brevemente tres ejemplos pictográficamente distintos de este tipo de códices:
- El Códice Boturini
En el Códice Boturini, la historia se “abstrae” de su contexto geográfico visualmente aprehensible para elaborarse sobre un eje lineal de progresión. La sucesión de imágenes y la secuencia narrativa que se establecen en el espacio gráfico así configurado generan un sistema específico que confiere a los espacios, glifos y formemas que lo conforman un sentido inherente al género y a su espacio específico.
Los sabios “miran, leen y hojean los libros” (quijtzticate, qujpouhticate, quitlatlazticate in amoxtli) 7según lo aseveran los principales mexicas que se enfrentaron verbalmente a los doce franciscanos sobre asuntos religiosos en 1524. Estos términos que describen una instancia de lectura podrían definir a su vez las modalidades perceptivas de la imagen por los distintos receptores implicados en el acto comunicativo.
El hecho de hojear el libro es inherente al acto de leer ya que corresponde a la progresión de dicha lectura. Puede sin embargo tener otra función si la lectura se realiza públicamente: la de dar a ver el proceso mismo de esta lectura como si la materialidad sagrada que se hojea solemne y ruidosamente fuera garante de la veracidad de lo leído.
La teatralidad del acto de lectura plantea el problema de la recepción del mensaje pictórico en el momento de la lectura. ¿El hecho de voltear las páginas del libro permitía a la comunidad reunida ver detenidamente las imágenes que lo conformaban, o buscaba únicamente manifestar visualmente la presencia material de la que brotaba lo que se decía?
En el primer caso los medios físicos de transmisión del mensaje eran la visión y la audición los cuales realizaban una sintaxis de lo visual y lo sonoro, de la mimesis pictórica y de la diégesis verbal. En el segundo caso el despliegue de las hojas del libro habría tenido un valor meramente simbólico, realizándose la recepción del mensaje por el medio acústico únicamente. En este último caso la recepción visual de los contenidos concernía únicamente a los sabios y pintores.
La percepción y subsecuente estructuración conceptual de la imagen dependen naturalmente del sujeto que la mira. Suponiendo que la colectividad pudiera ver en ciertas instancias de lectura la imagen que se leía, la visión que tenía de ella era sin duda ingenua ya que el conocimiento de las pinturas era reservado a un grupo selecto de sacerdotes. La visión se limitaba en este caso a sacralizar la lectura sin que una percepción semiológicamente pertinente de la imagen pudiera realizarse. Se veía quizás más la mirada del sacerdote-lector que la imagen misma.
En el caso de un sabio acostumbrado a leer imágenes ¿Cómo se estructuraba la percepción visual? ¿Qué es lo que se veía?
Como lo hemos dicho anteriormente, un texto potencial se conservaba verbalmente estructurado en la memoria de los tlamatinime a la vez que permanecía plasmado en la imagen de los libros. Una tensión dialéctica vinculaba por tanto el texto virtual, su expresión verbal manifiesta y su versión pictórica.
En este contexto la imagen podía expresar el contenido con recursos propios o constituir una simple “traducción” iconográfica del texto verbal. Su lectura podía a su vez realizarse en función del texto ya verbalmente constituido o siguiendo el discurso específico de la imagen.
1 El origen de la palabra amoxtli utilizado para el libro hace suponer que éstos podrían haber sido fabricados un día con las fibras de musgos del lago de México.
2 Sahagún, p. 698.
3 Ibid.
4 Ibid. p. 699
5 Citado por Miguel León-Portilla en Los Antiguos Mexicanos, p. 66.
6 Cf. Las Casas, p. 612 ssq.
7 Coloquios y Doctrina Cristiana con que los doce frailes de san Francisco..., p. 140.